miércoles, 7 de mayo de 2008

El rodaballo

Cuando el último Flavio laceraba el mundo medio muerto y Roma era esclava de un Nerón calvo, llegó a aguas del Adriático, ante el templo de Venus sostenido por Ancona, la ciudad doria, un rodaballo de tamaño descomunal, que llenó por sí solo la red; colgó de ella, y no era menor que aquellos peces que el hielo meótico aprisiona y que, fundido finalmente por los rayos del sol, suelta en las puertas del Ponto impetuoso, entumecidos por la inactividad y gordos por los fríos prolongados.

El patrón de la barca y dueño de la red destina esta captura monstruosa al Sumo Pontífice. Pues ¿quién se habría atrevido a exponerla o a adquirirla, si en la misma playa pululan los delatores? Apostados en todas partes los rastreadores de la costa discutirían con el marinero todavía sin ropa: no dudarían en afirmar que se trata de un pez fugitivo, metido desde siempre en los viveros imperiales, de donde se había escabullido; debía, pues, volver a su dueño primitivo. Si hemos de dar crédito en algo a Palfurio y a Armilato, todo lo que en el mar haya de bello y de conspicuo pertenece al Fisco, dondequiera que nade. Le será, pues, entregado este pez, para evitar que se pierda.

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