[…] Me parecía que todo estaba impregnado de tan grande alegría, aparte de la mía, que sentía como que respiraban satisfacción y felicidad los animales, las casas e incluso el aspecto del día. Pues al intenso frío de la noche había sucedido de repente una temperatura agradable y dulce, un día soleado; de modo que todas la avecillas cantoras, seducidas por el ambiente primaveral, entonaban sus trinos delicados, homenajeando así a la madre de los astros y de los siglos, señora del universo entero […].
He aquí que avanzan poco a poco los primeros del cortejo, llevando vistosos motivos de sus promesas y deseos […]. Tras estos […], ya se ponía en movimiento la pompa especial de la diosa protectora. Mujeres vestidas de blanco, coronadas de guirnaldas primaverales, con aire alegre, portadoras de diversos atributos, iban con flores que sacaban del regazo alfombrando el camino por donde pasaba la sagrada comitiva; otras, con brillantes espejos puestos al revés sobre sus espaldas, mostraban a la diosa el respeto de la multitud que seguía: algunas, llevando unos peines de marfil, con el movimiento de sus brazos y flexión de sus dedos, hacían ademanes de peinar y arreglar los cabellos de su reina, y, por fin, otras, derramando gota a gota un precioso bálsamo y diversos perfumes, rociaban las plazas y las calles.
Había además un crecido número de personas de ambos sexos que portaban lámparas, cirios y otras luces, para propiciar por estos emblemas luminosos a la diosa de los astros que brillan en el firmamento […].
Luego, venían los grupos de personas iniciadas en los divinos misterios, hombres y mujeres de toda condición y edad, vestidos con tela de lino de una blancura deslumbrante […]. En cuanto a los sacerdotes de las ceremonias religiosas, esos ilustres personajes, ceñido el pecho con una vestidura blanca de lino, ajustada también a todo el cuerpo y larga hasta los pies, llevaban los augustos símbolos de las poderosas divinidades […].
Y he aquí que se acercaba el momento de los favores que me había prometido, así como el destino, aquella divinidad bienhechora. Veo que se acerca el sacerdote que lleva mi salvación, adornado con lo ordenado en la divina promesa, llevando en su mano derecha el sistro de la diosa con la corona destinada para mí, corona, ¡por Hércules!, merecida. Porque después de soportar tan grandes fatigas, de haber pasado tantos peligros, por providencia de la más grande de las diosas iba a salir triunfante de mi lucha con la despiadada fortuna. Y, sin embargo, emocionado por el repentino gozo, no me lancé con impetuosa carrera, temiendo, ciertamente, que con la repentina irrupción de cuadrúpedo se turbara el apacible orden de la ceremonia, sino que, avanzando con paso sosegado y completamente humano, ladeando poco a poco mi cuerpo por entre la multitud, y apartándose esta, sin duda por inspiración divina, yo me acerco insensiblemente. Y el sacerdote, como pude darme cuenta, prevenido por el oráculo de la noche anterior y admirándose de la exactitud del favor que se le había ordenado, se detuvo al instante. Fue el primero que extendió su mano y acercó a mi boca la corona que llevaba. Entonces lleno de una emoción que hacía palpitar mi corazón con fuerza extraordinaria, cogiendo ávidamente con la boca su corona, que brillaba con aquellas rosas frescas, la devoré con ansia irrefrenable.
Y no me engañó la promesa divina. Al instante se me quita aquella deforme envoltura de bestia. Primero cae el pelo horrible y enseguida la gruesa piel. Disminuye la obesidad del vientre, y en la planta de los pies, por entre los cascos, aparecen los dedos. Mis manos ya no son pies, sino que se alargan para las funciones de una persona en actitud erguida; el cuello pierde su excesiva largura; el rostro y la cabeza toman su forma redonda; las enormes orejas vuelven a su primitiva pequeñez; los dientes como piedras adquieren la medida humana, y ya desapareció la cola, que antes era lo que más me atormentaba y humillaba.
El pueblo no salía de su asombro. Los de alma religiosa reverenciaban tan evidente poder de la más grande divinidad, y aquel prodigio sólo visto en sueños, y esa metamorfosis, operada con tanta facilidad, y con clara y unísona voz, levantaban las manos al cielo, dando testimonio del distinguido favor de la diosa.
Mientras tanto, yo, sobrecogido de gran temor, permanecía en silencio, no pudiendo mi alma abarcar aquel repentino y extraordinario gozo. No sabía por dónde empezar a hablar, en qué términos debía comenzar a recuperar esa facultad del habla que había renacido en mí, con qué palabras daría principio, con qué y con cuantas palabras debía agradecer mi transformación a tan grande diosa.
Sea como fuere, el sacerdote, como había conocido por aviso divino todas mis calamidades desde el principio, aunque también él se hallaba emocionado por el milagro, mandó, con un ademán expresivo, que en primer lugar se me diera un lienzo de lino para cubrirme. Pues tan pronto como el asno me había despojado de su nefasto envoltorio, yo, apretando mis muslos y poniendo mis manos delante de mis partes pudorosamente, hacía lo posible para cubrir mi desnudez con un velo natural. Entonces uno de los piadosos que iban en el cortejo, quitándose rápidamente la túnica, me la puso apresuradamente sobre lo hombros.
Hecho esto, el sacerdote, mirándome con el rostro lleno de humanidad y admiración, me habló de este modo:
—Por fin, Lucio, has llegado a un puerto de Tranquilidad y ante el altar de la Misericordia, después de haber pasado por muchas pruebas, tras las grandes tempestades y asaltos de la Fortuna.
»Ni tu nacimiento, ni tu posición social, ni la instrucción recibida te aprovecharon para nada, sino que, arrastrado, por la fogosidad de tu juventud, a unos placeres serviles, recibiste el desdichado premio de tu malsana curiosidad.
»Mas al fin la Fortuna, con toda su ceguera y con la pretensión de exponerte a los más graves peligros, te ha guiado, sin preverlo, con sus mismos rigores, hasta esta piadosa felicidad. Ya se puede ir, ya puede cebarse con su terrible furia contra otra víctima para saciar su crueldad; pues las vidas que la majestad de nuestra diosa ha tomado a su servicio ya no están al alcance de un golpe hostil. Salteadores, fieras, esclavitud, idas y venidas por los más escabrosos caminos, diarias amenazas de muerte, ¿de qué ha servido todo ello a la implacable Fortuna? Ahora estás bajo la tutela de una Fortuna [Týchê, una de las denominaciones de Isis], pero ésta es clarividente y hasta ilumina a los demás dioses con su esplendorosa luz. Pon ya una cara más alegre, en consonancia con la blancura de la vestidura que llevas; acompaña con paso resuelto de triunfo al cortejo de la diosa que te ha salvado. Que los impíos vean y reconozcan su error. He aquí a Lucio, que, libre de sus antiguas desdichas, gozando de la protección de la gran Isis, triunfa de su propia fortuna. No obstante, para que tengas más seguridad y te veas más protegido, entrega tu nombre a nuestra milicia piadosa, como anoche te pedía la diosa. Ofrécete ya al culto de nuestra tradición y abraza voluntariamente su yugo. Pues cuando hayas empezado a servir a la diosa, entonces apreciarás más el fruto de tu libertad.
Así habló el egregio e inspirado pontífice con voz cansada y entrecortada. En cuanto calló, me sumé a la marcha del sacro cortejo, como un asistente más a la ceremonia. Reconocido por todos los ciudadanos, era señalado con los dedos y con gestos. Todos hablaban de mí, diciendo:
—La augusta y poderosa diosa le ha vuelto hoy a la forma humana. Feliz, ¡por Hércules!, y mil veces dichoso mortal, que por la inocencia y probidad de su vida anterior ha merecido del cielo una protección tan señalada; para que, nacido de nuevo en cierto modo, se entregue al culto de su divinidad.
Avanzando poco a poco entre estos comentarios y en medio del tumulto de las festivas devociones, ya nos aproximamos a la orilla del mar y llegamos a aquel mismo lugar en que el día antes mi asno había estado […]
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